Arambasic, de Corina Bistritsky
28 diciembre 2017
¿Quién es? y del otro lado silencio. Repito la pregunta. Silencio. Espío por la mirilla de la puerta y ahí la veo. Abro. ¿Por qué no respondías? y mi mamá avanza arrastrando una valija. Invade mi casa con un olor que es tan dulce que me hace picar la garganta. Mi mamá es una mamá perfumada. La veo más platinada que la última vez, y me llama la atención un collar que tiene colgando. Brilla mucho. Plata limpia.
Te traje regalos, ¿Y esto de dónde salió? y señala al Gran Danés. Me lo encontré en la calle. Seguro tiene dueño, deberías devolverlo. Nunca antes había pensado en eso como una opción. Lo encontré hace unos días, todavía no me estoy ocupando de eso, le miento. No quiero deshacerme del Gran Danés, y no tengo intención de reencontrarlo con su familia originaria, si es que la tiene. Ahora su familia soy yo.
¿Y este chiquero? y mira una pila de ropa sucia que está en la cocina. Ya lo voy a lavar, vuelvo a mentirle. ¿Cómo te fue? la distraigo. Me dice que bien y repite lo de los regalos. El Gran Danés la mira serio. Mi mamá ni lo registra y abre la valija en el living. Saca un jean tiro alto grueso y una camisa blanca de seda. Para vos me dice revoleando la ropa. Anda a probarte. Se viene todo lo de los 80. Andá. Andá. ¡Ay pero qué hermoso que te queda el conjunto! y se acerca a hacerme sus toques. Me acomoda el cuello de la camisa y el jean. Estás lista para recibir el broche de oro. Va hacia la valija, y saca un cinturón. Tironea de la camisa. Dobla los puños del pantalón. Me rocía perfume. Preciosa. Ahora sí estás hermosa. Estás un poco pálida. Mejor ponete un poco de rubor, o rouge rojo en los labios, haceme el favor. Las ojeras también te las podrían tapar. Estás con los ojitos un poquito irritados, y tenés los párpados hinchados de vuelta…
No tengo muchas ganas de salir, hoy fui a comer con Iván. Estoy un poco cansada, si querés podemos pedir algo para comer acá, mamá. No me importa nada, volví de viaje, así que ahora vamos a ir a pasear, te ventilás un poco, cenamos algo rico y en un rato estás de vuelta. ¿Al perro este le dejás agua? Ya tiene en la cocina le digo, y quiero chequear si tiene el pote con comida, pero me empuja y sé que poner resistencia no tiene sentido. Me empuja y sus brazos me resultan pesados. En la vereda estira la mano parando a un taxi, y al subir empieza con su despliegue anecdótico que me da ganas de hundir la cabeza en el tapizado de los asientos y perderla ahí. El taxista tiene olor a sucio. Las dos nos tapamos la nariz y creo que se da cuenta, pero no le importa. Tiene el volumen de la radio muy fuerte, y mi mamá dice la dirección a los gritos. Me quedo en silencio. Aturdida. Ella va indicando el camino con señas. El taxista nos mira por el espejo retrovisor. Mi mamá sigue hablando ininterrumpidamente hasta que la voz de Sebastián nos invade. Siento que se me contrae la garganta. Trato de hablar y no puedo. Mi mamá le ordena al taxista que saque ya mismo esa radio, ponga otra, otra. Vamos hombre ¿Qué espera? Joder, coño, saque saque, ponga otra estación más bonita. El taxista cambia. Pone una radio informativa en la que el locutor habla con voz de pito. Su voz me tranquiliza. Siento que la garganta se me abre. El aire pasa. ¿Dijiste “joder”, mamá? Le pregunto. Sí ¿Qué tiene? Se me pegó. Estuviste quince días en España, mamá. Quince días. ¿Y qué tiene? me responde. Yo ya doy la discusión por perdida y ni le respondo.
Llegamos al restaurante. Es en el centro. El que nos recibe es un poco amargado. El lugar es cautivante. Las paredes están repletas de cuadros y fotos. Un escenario en el centro. Mi mamá decide que nuestra mesa va a ser la más cercana al escenario, porque no quiere perderse detalles. Así dice mientras deja sus cosas colgando de la silla. En la mesa hay un plato con quesos y aceitunas. Me imagino la aceituna verde adentro de mi boca. Jugosa, salada, revitalizante. Me dice algo sobre el flamenco que no entiendo porque me lo dice con la boca llena de pan. Las migas se le escapan, bajan por la pera y caen al mantel. Cuando le pregunto, ya es tarde, sobre el escenario hay dos músicos. Ambos pelilargos pero pelados en la parte frontal de la cabeza. Mala suerte. Uno empieza a tocar la guitarra. El otro canta como llorando. La cara se le vuelve sufrimiento imposible de esconder. Los ojos se le van hacia abajo, se le ponen tristes. Aparecen dos bailarinas de flamenco que se mueven en el centro del escenario. Sus vestidos a lunares rojos son volátiles. Los zapatos. El movimiento me envuelve. Las manos al aire, el zapateo
fuerte. El músico que cantaba sufriendo ahora mira concentrado a una de las bailarinas y es como si los ojos se le fueran de su cuerpo y se volvieran parte del baile. Está embelesado por la lentitud y potencia de los movimientos. Yo también. Bailan de una manera que me da ganas de entregarles mi cuerpo para que hagan con él lo que quieran. Que lo usen de títere. El mozo nos trae dos porciones de tortilla de papa. Termina la primera canción. Aplausos. Las bailarinas están sonrientes. Los músicos también. Mi mamá también. Aplaude con entusiasmo y después corta un poco de la tortilla. La pruebo. Está riquísima. El punto justo de cocción. Mi mamá me dice que no existe tortilla como la originalmente española y un fuego me invade y tengo ganas de revolearle la tortilla en la cara. Pero no. No. Me concentro en una pareja que tenemos en la mesa de al lado, parece que vienen a festejar el aniversario. No deben cumplir muchos años de pareja, son jóvenes. Él le da una pulsera con brillitos, ella se levanta de la silla y le estampa un beso que suena muy fuerte y me llena de bronca. Me gustaría poder ponerlos en mute. Ella le dice que su regalo los espera en la habitación y lo dice con un tono que me da ganas de vomitar. Mi mamá mira de reojo y me dice que evidentemente existen hombres que valen la pena en el mundo. ¿Un hombre que vale la pena es uno que te regala pulseras brillantes? Estoy por empezar a gritarle que su concepción de la masculinidad me repugna, pero los músicos vuelven a tocar y las bailarinas vuelven a bailar, y me quedo en silencio. Así estamos un rato largo, arriba del escenario el movimiento, y abajo, las comidas y lo que se queda casi quieto. Se hace tarde y le digo que quiero irme. Intenta convencerme para quedarnos hasta el final. Insisto y pedimos la cuenta. Cuando nos vamos, la pulsera brillante ya reposa en la muñeca izquierda.
Taxi de vuelta. Abro la puerta. El Gran Danés está sentado, mirando hacia la calle. Me voy a quedar a dormir me dice. Yo le digo que no es necesario, y ella ya está en pijama de seda rojo. Mamá, no hace falta. Pero, hija, dejame quedarme, me dice. Sé que no tiene sentido poner resistencia, así que no le respondo. Bajo al Gran Danés a hacer pis, y pienso que él debe entender menos que yo lo de la madre presente porque me mira como pidiendo explicaciones.
Cuando volvemos, está ocupando el espacio de la cama que hace tiempo nadie ocupa. Me saluda con la mano sonriendo y dice algo sobre el olor de las sábanas. No le respondo y lo miro esperando un poco de alivio en su mirada, pero el Gran Danés parece reírse de mí. En la cocina le sirvo la comida y se llena la boca de porotitos de alimento balanceado. Los muele en cuestión de segundos.
Me pongo un camisón y me meto. ¿Cuándo fue la última vez que dormí en la misma cama que mi mamá? No logro detectar el recuerdo. Trato de encontrarlo pero se fuga y se lo pregunto. No me responde. Me doy vuelta y la veo durmiendo. Entregó su peso muerto al colchón muy rápido. A mí me falta bastante noche por delante hasta quedarme dormida. La canción de Sebastián se me quedó impregnada en el cerebro y me suena muy bajito adentro. Miro al Gran Danés. Él también duerme. Empieza ella y después él la sigue. Como si juntos construyeran. Tengo ganas de despertarlos. Los ronquidos se me meten adentro y es imposible ignorar. Pienso que debe ser un complot que están generando en mi contra.
Me pongo en el borde de la cama y empiezo a respirar entrecortado, como si la respiración fuera a mecerme hasta quedarme dormida. No da resultado. Solamente consigo una agitación rara y un mareo que se ve en esplendor cuando noto que estoy imaginándome al Gran Danés desgarrando al cuerpo de mi mamá. Se la come de a poco sobre mi alcolchado floreado y un alivio me llega al cuerpo. El Gran Danés tiene la boca llena de sangre y carne maternal, y ella está en mi cama, con los músculos despedazándose y la sangre se le escapa de todos lados. El dolor es bienvenido en ella. Mi mamá en mi cabeza se deja desgarrar como si fuera la única opción posible. Como si el dolor terrenal de que el perro la mastique permitiera que de su cuerpo se fugara el dolor oculto e intangible que esconde. Pero no. No. No. Generalmente nada de lo sangriento se concreta. Y los ronquidos se apoderan de nuevo. Y la extraña sensación de alivio desaparece y entonces el insomnio es lo único que me toca esta noche.