Chau, chau, chau, de Florencia Gómez García: primer capítulo
19 noviembre 2019En el marco de una clínica de obra con Hernán Ronsino, Florencia Gómez García desarrolló su novela Chau, chau, chau, que fue publicada por editorial Conejos y presentada en La Bienal. Se puede conseguir en librerías de todo el país y acá podés leer el primer capítulo.
1. El Chila
Guardé la plata del almuerzo que me había dado papá y con dos pesos compré tres yogures La Serenísima. Los tiré por el inodoro del baño de la escuela. Metí las tapitas en un sobre. Le di un beso. Llevé la carta al correo y tuve que pedirle instrucciones al chico del mostrador. Cuando estaba poniendo la carta en el buzón, nos reímos. Si ganás algo lo vas a tener que compartir conmigo, me dijo mientras me iba. Le guiñé un ojo.
En casa siempre dejábamos el televisor prendido. Cuando estaba sola, el sonido me hacía sentir acompañada. Los presentadores del noticiero eran como parte de mi familia. Siempre estaban ahí, incondicionales. Serios y hermosos. Ellas impecables y en forma, ni una gota de maquillaje de más ni una de menos. Ellos también. El pelo engominado y manos grandes con las que sostenían esas lapiceras que seguramente vendrían de Europa. Pensaba, qué lindo ser la hija de Mónica y César. Una casa con escaleras de mármol y cocineros. Perros y plantas, placares gigantes, olor a limpio. Pero ese día, mamá me apagó el televisor porque estábamos peleadas. Ya no me acuerdo por qué.
Sin mirarnos, comimos unos fideos que había cocinado para ella. Firmó una nota de la escuela sin decirme nada y tiró desde lejos la lapicera a un vaso donde guardábamos los útiles. Le erró y la lapicera quedó tirada por varios días. Se sacó los zapatos por debajo de la mesa y como siempre, con algo tan chiquito como el hecho de que una pelota enorme de queso rallado se me haya caído en el plato, fue motivo suficiente para que se largara a llorar. No sé si era que el queso la hacía pensar en mi papá, que también le gustaba mucho el queso como a mí, si era que ella no tenía más queso para ponerle a sus fideos o que ya no podíamos comprar nunca más ningún queso rallado y no sabía cómo decirlo. Todas las opciones eran igual de malas. Mientras yo enrollaba los fideos con el tenedor, ella tomaba aire por la boca, mucho aire, y ahí volvía a llorar. En el pico máximo del llanto, sonó el teléfono. Atendí esperando escuchar a la abuela, que siempre confundía mi voz con la de mamá, pero en cambió escuché unos gritos que me aturdieron y a la vez me resultaban familiares. Era Marcelo. Prendé la tele, boluda, le dije y todos en el programa se rieron mientras mamá estaba en pleno llanto por el queso.
La locutora volvió a explicar las reglas del juego: la pelota salía de un cañón que tenía los colores del canal. Con el cuatro, cinco o seis del teléfono había que hacerle un gol al Chila. El llanto de mamá no me dejó escuchar algo que dijo Marcelo y me reí como si hubiera entendido. Por suerte tenía todo estudiado y sabía que Chila siempre se tiraba para la izquierda. Sabía, también, que era mejor hacerlo rápido para agarrarlo desprevenido. Pero cuando estaba a punto de empezar a jugar, el escribano se acercó y le avisó a Marcelo que yo no podía participar porque era menor de edad. Le di el teléfono a mamá que ya tenía la cara hinchada. Nunca en su vida había visto jugar al Chila. Nunca en su vida había embocado ni siquiera una lapicera en un vaso.
Mamá se levantó de la silla. En esos segundos dejó de llorar, se limpió los mocos con la mano que después se secó en el jean. Eran ella y el televisor. Sonó una sirena. Sentí el sonido por el teléfono.
Cinco. Lo vimos en cámara lenta: la pelota salió girando en el aire de manera oblicua, la tribuna al costado la seguía con la mirada. Pensamos en el departamento de cuatro ambientes totalmente amueblado en Puerto Madero que nos podíamos ganar, pensamos en no pagar más alquiler, en poder alquilar el departamento nuevo y vivir en uno más chiquito. Cumplir nuestro sueño de vivir de rentas, o venderlo e irnos de viaje a Disney para mi cumpleaños. Pensamos en comer en Pizza Banana todas las noches. Pensamos en no pedirle nada más a papá, en cambiar de vecinos y tener un perro.
Con la boca abierta y los cachetes mojados de mocos y lágrimas, mamá, que ni siquiera sabía quién era el Chila, apretando el cinco le metió el gol más lindo de toda la temporada.