Bajo lluvia, relámpago o trueno de Fermín Acosta: primer capítulo
19 noviembre 2019En el marco de una clínica de obra con Hernán Ronsino, Fermín Acosta desarrolló su novela Bajo lluvia,,relámpago o trueno que fue publicada por editorial Entropía y presentada en La Bienal. Se puede conseguir en librerías de todo el país y acá podés leer el primer capítulo.
Ahora suba al carro. Sin miedo, salga y cruce el campo. La amargura sabe asentarse. ¿Se acuerda de ese trago de ajenjo todas las noches en la cocina, y cómo poníamos a correr la sangre: de un lado a otro? Suba, enlácela debajo de la falda y que no le baile. Llévela escondida. Si no es necesario, no la dispare. Vayamos las dos acostadas del mismo lado. La plata: en el bolsillito que está cosido desde el viaje con su hermana Amelia y las otras dos, usted sabe cuáles. La gente y el aire son más secos cuando una se va alejando de la casa. No les dé charla, que sigan su ruta. Vaya sentada al lado de Elena: es quien más sabe de todo. No confíe. Ni en el hombre, ni en Rudes. En nadie. Ahora sí, está el toldo, vaya del lado de la sombra. Hable poco, lo suficiente. Desde acá puedo verlo todo: en el campo no hay silencio, hay quien grita y nadie oye y eso téngalo en cuenta. Acuérdese de lo que prometió. Escuche lo que voy a decirle: cuídeme que va a haber tormenta.
I
Sabíamos el tiempo que iba a venir por el celaje. Refucilos que se desparramaban a lo largo del cielo, nubarrones que decían tormenta. Pero aún no prendía del todo, andaba lejos, la veíamos centellear en los rincones del campo abierto mientras se levantaba el viento, corría entre la paja espigada. Como si anduviera junando el viaje, tomando fuerza acá y allá, nos siguiera el rastro. A esa altura llegamos a ver un grupo de pajarracos de alas cortas, picos ganchudos, planeaban cerca del piso mientras nos pasábamos el mate todavía tibio. ¿Será que llueve?, dijo Rudes. Nadie respondió nada. Elena me señaló un camino de hormigas que iban por el borde del cajón. El viento levantaba polvo entre el pedregullo. Habíamos cruzado ya dos, tres diligencias en marcha contraria, apuradas, supusimos, por volver al pueblo. Sin embargo se sentía como si merodeáramos por camino solitario. ¡Bah! ¡Nos tienen miedo que salimos al camino!, dijo Rudes. Quedamos en silencio.
Nos detuvimos de repente. Entre las ruedas del carro fue a perderse algo. Si tenía cabeza se la golpeó contra la madera. Retumbó. Después salió disparado, como un pájaro o perro viejo que cruzaba el camino, los caballos habían frenado juntos, como si hubieran visto un fantasma. Nos sacudimos, nuestros cuerpos, despabilados, preguntaron qué, cómo, por qué. Asomados, los cuatro vimos al bicho que volaba en el aire, sentimos el rechinar de las ruedas, el cuero tensado de las monturas de los caballos, el animal en el aire, histérico, peludo, hacía su aparición, caía al piso, una mancha punzó le brotó en pedazos sobre el pecho, como un kinetoscopio. Nos miramos. Nos quedamos inmóviles, el paisaje en nuestros ojos aún se mecía. Con el carro detenido, Pedernera bajó del pescante, a nosotras nos recorrió los cuerpos la brisa caliente de ese campo. Caminó despacio hasta agarrarlo. Nos hizo una señal con la mano, decía estense quietas. Casi que hicimos caso. El frío áspero de la mano de Elena se deslizó sobre la mía. El hombre tomó el perro por las patas, la cara desfigurada, parecía una liebre. Pelaje sucio, patas quebradas. ¿Hay que dispararle?, dijo Rudes desde su lugar, sentada en el pescante, levantó el arma de la falda, buscaba el lugar exacto donde empujar la vida para que saliera. Nosotras contuvimos la respiración, pensé en nuestros estómagos, estrechos como los de algunos animales. Largamos el aire. Pedernera revoleó el perro al lugar de donde había salido. Parecía decir la basura a la basura. El golpe en el suelo, despiadado, el sonido de las cosas que suenan por última vez.
Volvió a subir en silencio, hizo pocos movimientos, exactos. Después de acomodarse de nuevo en el pescante tiró de las riendas, sentimos los primeros pasos de los animales contra el piso, se levantó polvo entre la cicuta, todo eso que crecía al costado del camino, hierba sin nombre. El carro volvió a andar. Nosotras tres, sin mirarnos, guardamos el silencio, le empezamos a bordar malos agüeros. Rudes se quedó mirándolo, puso el arma a un costado. Mala señal, dijo Elena en voz baja. Después, como en un secreto, nos miramos a los ojos. Dije que al perro se le notaban las costillas, seguro deliraba por el hambre, qué sé yo, tienen visiones, se les aparecen otros animales en el camino, salen a atacarlos, así terminan, los pasan por arriba. ¿Estaba muerto? Sí, le vimos el pellejo. Ahora duerma. Falta mucho.
Una tormenta nos mordía la espalda, por el aire desfilaban hojas de eucalipto, paraísos. Para ver si se iba yo paseaba la mirada por el cielo, como si mi vigilancia la hiciera esquivarnos. El cielo negro despellejaba la tarde. La lluvia es animal salvaje, decía mamá, la del cielo es ley ajena que hace falta aprender a mandar. Yo repetía una vez y otra, a cualquiera que me preguntara, que era el primer viaje de tanta distancia que hacíamos ella y yo, pero también Elena y Rudes. Era cierto, mamá y yo nunca habíamos ido tan lejos. Las cuatro cruzando el campo por vez primera.
Adelante Pedernera y Rudes silbaban canciones viejas, casi en voz baja. A veces, el sonido que hacían uno y otra no coincidía.
Rudes no soltaba el arma. Apenas nos llegaba sonido chillón que lograba sacar entre lengua y dentadura y casi que no se escuchaba por el ruido del vaivén que hacía el conjunto de las cosas cuando se movían de un lado a otro. El hombre no perdía de vista el camino, si giraba esa cabeza que parecía incrustada en ese sombrero, mirada en sombra, era para decir vamos bien, vamos bien, muletilla que mascaba y cada tanto escupía para despejar cualquier duda antes de que se armara pregunta entre nosotras.
Atrás íbamos sentadas Elena y yo. Entre nosotras el cajón negro, lustroso, chapita labrada con su nombre. ¿Cómo será Villa Evangelina?, preguntó Elena antes de dormirse otra siesta y cortar camino. Quiero llegar, agregó. No alcancé a contestarle pero escuché a Rudes que interrumpía el silbido para contestar desde ahí adelante: Es feo, duerman, falta mucho.
Para la piel y el hueso: alumbre, salitre, arsénico, eso sólo en justa medida. El café, todo esparcido sobre el cuerpo, para que no huela. No olvidar ponerlo en cada axila, fosas nasales, en las partes pudendas, en las orejas. Podría vaciar el cuerpo, que quede lo de afuera, como esas garzas de plumas aceitadas que alguna gente quiere guardar para siempre. Pero todo eso es muy caro, no había tiempo. Si hubiéramos querido hacerlo tendríamos que haber ido al pueblo y nosotras apenas cruzábamos la frontera invisible que nos habíamos inventado.
Algunos me dijeron que lo mejor es que al menos el cuerpo no se carcoma, como el charque, que no se adivine que la llevamos escondida abajo de las cobijas. ¡Y el calor! El calor todo lo pudre, ¡ojo! Cuidado con dejarla al sol. Taparla con algo, manta, frazada, cobija vieja, por Dios, ¡llévela siempre del lado de la sombra!, dijeron. Esté atenta a los perros, a los gatos, quiero decir, cualquier bicho que llamado por el olor agridulce y en la noche se la confunda con otro animal para darle un zarpazo: el campo también es eso, debería saberlo. El campo también disputa lo que llevamos. De los chimangos una se cuida en todo sentido.
El perfume ahora se nos metía en las narices, nos decía que ahí estaba, viajaba con nosotros, inmóvil, en el silencio paciente. El perfume nos mecía, nos escoltaba hasta la banquina para que miráramos la tristeza que ahí crecía a montones, entre los racimos floridos al costado del campo que nos dictaban: no-me-olviden. También los granos de café adentro de ese cajón hacían ruiditos, chocaban contra las paredes de madera.
En medio de todo eso, nosotras tres y el hombre.
Un rato antes, Rudes había quebrado esa piedra de silencio que de a poco se había armado alrededor de los cuatro. Qué me voy a asustar, si al cabo, es mi hermana, y si puedo dormir tranquila, hacer mis cosas, que el cajón esté ahí, de ahí no va a salir. Más miedo me dan los vivos. Mire si me voy a asustar. Ellos sí se mueven. Y para la tristeza ahora no tengo tiempo, lloraré cuando me sobre. Usted mejor duerma, pegue un ojo, mejor los dos, cierre la boca. Abriguesé. Siempre en el carro vaya agarrada de algo, lo que sea, no se confíe y agárrese. Tome un mate que aún no enfría.
Villa Evangelina. Ese nombre escrito en un papel con tinta en el bolsillito como si fuera a olvidarme. Lugar donde mamá había aprendido lo que sabía del campo, eso decía siempre: degollar gallinas, disparar un arma, remendar cobija, enristrar ajo, lavar la ropa en agua de lluvia, descuerar chinchilla, curar empacho. En cada una de esas tareas, sabíamos, se aparecía el pueblo.
Entonces volví a esa tarde nublada: el sol que apenas clareaba el campo, cada tanto, cuando se descubría el cielo, aparecía únicamente para iluminar bordes, las puntas de algunas cosas, enseñarnos el polvo que volaba en el aire. El viento hizo un silbido, trajo el olor de los saladeros, hizo mecer su ropa tendida en la soga, puso a planear los caranchos que hacían sombras sobre la tierra. Era de tarde, momento del día en que juntábamos nuestras miradas en un rincón del cuarto. Cada vez que esto pasaba se reanudaba cierto acuerdo mutuo, silencioso, de madre e hija. Yo era la última de nosotras que quedaba ahí para cuidarla.
Con un gesto me llamó desde su lugar en la cama. Cuando estuve cerca me agarró la mano con dos dedos, altura de la muñeca. Me senté al costado.
Entonces la luz del sol doró el marco de la ventana, trajo un reflejo brillante que caló en el espejo, iluminó la pieza; desde la cama, por un momento, las dos nos quedamos mirando.
Así estuvo hasta que habló: mandó que se la enterrara en un cementerio, no tuvo que decirlo, lo adiviné enseguida: Villa Evangelina. Me hizo prometerlo, con la mirada, mi mano apretada adentro de la suya, pájaro encerrado, volvimos a juntar los ojos. Mandó que cruzáramos la provincia en carro.
Ahora Pedernera conversaba bajo con los caballos y cada tanto gastaba sus nombres. Una sombra medialuna le cruzaba la frente y le presentaba, para nosotros, cara a medio oscurecer, desde ahí veíamos también las manos achacosas que agarraban las riendas. Tenía un ojo solo y en el otro un parche que, apenas se le corría, alcanzaba para enseñarnos la piel; borde que enseguida se le hundía bajo la tela negra y armaba misterio. La carreta, Pedernera, los dos caballos viejos. Esos cuatro, veinticinco pesos. Ni más ni menos.
Yo prestaba atención a la forma en que se arremolinaban los pastos secos que querían volarse con el viento, consigo arrastraban tierra, polvo y piedra. Entre las ruedas del carro todo eso armaba misterio. El paisaje, siempre igual, siempre el mismo y sobre todo eso no veía otra cosa que no dijera: murió, murió, murió. Si hasta el canto de los chajás, las golondrinas, los teros, todos parecidos, todos lo mismo, en ramillete, reunidos, afinaban misma melodía mientras se apagaba la tarde. Eramos nosotros los que nos movíamos, no los pirinchos en sus ramas, no la cicuta y no el monte que se armaba cada tanto y se desarmaba en la planicie del campo, no todo eso que nos decía esto soy, no tengo más, me repito, este es el paisaje.